“Todo ser humano, creado a la imagen de Dios, está dotado de una facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de pensar y hacer […] La obra de la verdadera educación consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que sean pensadores, y no meros reflectores de los pensamientos de otros hombres” (La educación, versión online).
Actualmente en la sociedad está muy arraigada la idea del error como una desviación de lo aceptado, una respuesta inapropiada, por lo tanto, el error debe ser sancionado o castigado.
Si sostenemos que el aprendizaje es la construcción que hace el niño de su propio saber, que es la actividad que despierta la reflexión sobre sus conocimientos, que es el medio que posibilita la organización de lo que se va aprendiendo, que el aprendizaje conduce a la profundización de saberes, los enriquece y los desarrolla; entonces estaremos entendiendo el verdadero sentido de aprender. Ese aprendizaje requiere de un intercambio con maestros mediadores y con el grupo de pares.
Ante una situación desequilibrante, como una escritura o un cálculo matemático, el estudiante responde con una producción propia.
Para resolver el conflicto cognitivo cada niño-adolescente elabora hipótesis personales, aporta interpretaciones propias, a veces muy alejadas de las convencionales o correctas, sin embargo, son explicables y coherentes para él.
Partiendo de esto podríamos decir que el “error” manifiesta la originalidad y particularidad del pensamiento del ser que aprende. Este error nos muestra la existencia de una actividad productiva, que no puede ignorarse, ya que es el punto de partida para próximos aprendizajes.
Se aprende tomando conciencia de los propios errores, esto permite descubrir las limitaciones del pensamiento y las grandes posibilidades que existen ante tanto conocimiento.
Error y corrección son términos que van de la mano. Muchas veces las producciones escolares suelen aparecer tachadas, emparchadas, dando idea de “que desaparezca y no se note” (ocultamiento del proceso de pensamiento), y se pierde la oportunidad de volver sobre el mismo para mejorarlo y corregirlo.
Es importante que como docentes aceptemos que esa producción de aquel que aprende, que parece fallada ante los ojos del maestro, no lo es a los ojos del que la pensó, y no se resuelve borrando. Se resuelve trabajando y reflexionando sobre el proceso donde surgió la producción.
Podríamos preguntarnos: Esta corrección ¿permite al niño/adolescente revisar su producción? ¿Lo moviliza hacia una nueva búsqueda o lo invita a una reflexión?
El no medir ni censurar un error solo es posible cuando se lo acepta como una producción del ser que aprende sobre la que se puede intervenir, en la búsqueda de la evolución de las estructuras cognitivas de él.
Como mediadores debemos señalar el error, pero no debemos detenernos solo en ello, hay que saber verlo, para erradicarlo del pensamiento.
«Los errores son la expresión concreta de ciertos momentos propios de la elaboración de un conocimiento, de los que los niños y los adultos no podemos prescindir, ya que son pasos necesarios en la construcción del saber» (María José Borsani).
Nuestra tarea como educadores cristianos requiere sabiduría. Que podamos cada día sostener nuestras decisiones, nuestra tarea de enseñanza en la justicia y misericordia que emanan del Maestro de los maestros.
Que cada día podamos creer y decir: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13, RVR 1960 online).
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