“Pero el amor del Señor es eterno y siempre está con los que le temen; su justicia está con los hijos de sus hijos, con los que cumplen su pacto y se acuerdan de sus preceptos para ponerlos por obra” (Salmo 103: 17-18 NVI online)
¿Te hiciste esta pregunta alguna vez? ¿Qué estoy construyendo, una casa o un hogar? A veces centramos nuestros esfuerzos en poder brindar a nuestras familias «calidad de vida» y nos enfocamos en alcanzar construcciones seguras, casas amobladas y bonitamente decoradas. Un inmueble es un bien, una cosa. Pero un hogar es algo que va más allá de una mera residencia para la familia.
El hogar es una palabra de connotación más amplia y completa, porque construir un hogar significa tener claros principios, valores y normas que rigen nuestra identidad como familia, todo ello enmarcado en el principio del amor. Solo así, nuestras familias se convierten en nuestro lugar de refugio frente a las amenazas del mundo actual.
Elena de White expresó:
«Todo hogar cristiano debe tener reglas; y los padres deben, en sus palabras y su comportamiento mutuo, dar a los niños un precioso ejemplo vivo de lo que desean que lleguen a ser. Enseñad a los niños y jóvenes a ser fieles a Dios y a los buenos principios; enseñadles a respetar y obedecer la ley de Dios. Entonces esos principios regirán su vida y se cumplirán en sus relaciones con los demás».
Te invito a reflexionar acerca de esta pregunta: ¿A quién conociste primero, a tu pareja o a tu/s hijo/s? Es muy importante aprender primero a ser buenos esposos, y en consecuencia nos convertiremos en mejores padres, pues nuestros hijos aprenderán del ejemplo que reciben. Esto no funciona al revés. Lamentablemente, a menudo centramos nuestros esfuerzos en ser mejores padres, descuidando a nuestro cónyuge, quien en realidad es nuestro prójimo más próximo.
El hogar debe ser hecho de todo lo que la palabra implica. Va mucho más allá de las cosas materiales de una casa. Debe ser un pequeño cielo en la tierra, un lugar donde los afectos sean cultivados en vez de ser cuidadosamente reprimidos. Nuestra felicidad depende de que se cultive allí el amor, la simpatía y la verdadera cortesía mutua. El símbolo más dulce del cielo es un hogar presidido por el espíritu del Señor. Si se cumple la voluntad de Dios, los esposos se respetarán mutuamente, cultivarán el amor y desarrollarán la confianza.
¡Ánimo, construyamos hogares felices con Dios!
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