“Sobrellevad los unos las cargas de los otros […]” (Gálatas 6:2, RVR 1960 online).
La verdadera educación debe potenciar todas las facultades del ser humano. Por ello se habla tanto de generar aprendizajes integrales, con sentido, que sean significativos y que contribuyan a la formación de hombres y mujeres de convicción, responsables socialmente, «que se mantengan leales a la verdad, aunque se desplomen los cielos», tal como escribió Elena de White (ver La educación, online). Y uno de los aspectos que se ha relevado con este paulatino retorno a la presencialidad de las clases es, justamente, la necesidad de las conexiones que se generan a partir de un contacto más cercano, fuera de las pantallas, donde se manifiestan las emociones y el sentir de manera vívida, donde se fortalece el desarrollo de la seguridad y el bienestar de niños y niñas, jóvenes y señoritas. Sin duda, la verdadera educación va más allá de lo académico.
Si reflexionamos respecto de cómo afectó la pandemia a la población estudiantil y docente considerando que, no solo ellos, sino toda la comunidad educativa se vio comprometida también, podemos encontrar que miles quedaron recluidos o confinados en sus hogares, algunos desertaron de la educación por fuerza mayor, porque carecían de las herramientas tecnológicas básicas para estas actividades educativas, aun considerando que los gobiernos hicieron su máximo empeño para enfrentar esta crisis global. Fue evidente que los menos favorecidos de la sociedad no tenían mayor opción, de hecho UNICEF declaró que “1 de cada 3 escolares no tuvieron acceso a la enseñanza a distancia durante el cierre de escuelas”. Evidentemente, esta realidad no aporta al avance educativo en los distintos sectores de la población. Los costos de cierre de los centros educativos fueron altos y devastadores en cuanto a los aprendizajes; muchos docentes se vieron obligados a replantearse cuál o cuáles eran las unidades o contenidos más relevantes a desarrollar a distancia y tuvieron que aprender a manejar de mejor manera la tecnología. El miedo se apoderó de la población y por dos años aproximadamente tuvimos que aprender a vivir de una manera distinta, entender que de manera individual nadie es suficiente, que somos finitos y limitados y que claramente nos necesitamos unos a otros. La pandemia también nos enseñó la importancia de valorar el presente, despojarnos de lo que no sirve de nuestro pasado o que simplemente no nos contribuye en nuestra evolución como seres pensantes.
En síntesis, la pandemia nos acercó al sentido de vivir, a detenernos en esta vorágine de la vida y contemplar con gratitud lo que tenemos, independientemente de los problemas, las ambiciones, los logros o fracasos que nos toca vivir. El covid-19 nos invitó a replantearnos los cambios de manera más amigable. Sin embargo, no conocemos lo que nos depara el futuro, seguramente estará colmado de incertidumbres como hasta ahora y, por qué no, tal vez nuevos confinamientos. Pero de algo podemos estar seguros y es que todos tenemos un capacidad inherente de adaptabilidad y sociabilidad, lo que evidencia que claramente es posible replantearnos cambios, estar conscientes de que la dinámica de esta vida es una constante que se encuentra en movimiento y que nos impulsa a enfrentar realidades, a comprometernos con una educación que trascienda lo temporal y que debe ser una educación a lo largo de la vida. Lo observamos, lo vivimos y comprendimos que reinventarse cada día con una actitud mental positiva, es la clave para avanzar y que, sobrellevando los unos las cargas de los otros, el sendero será más ligero.
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